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¿Por qué no están seguros los niños en sus hogares?
15 feb. 2021 -
10:01 p. por: Julián de Zubiría Samper
Mi carrera como educador inició formalmente en
1978. Fui nombrado profesor de Religión y Ciencias Sociales en un colegio
público ubicado en San Blas, un barrio para entonces marginal en el
Suroccidente de Bogotá. Allí conocí, de primera mano, el constante abandono en
el que por décadas el Estado ha mantenido a la educación oficial en Colombia.
Al cabo de poco tiempo fue amenazada la profesora de Matemáticas por lo que, en
ese contexto, decidí asumir una parte de sus asignaturas. Nunca nos nombraron
al profesor de Educación Física y opté por quedarme en las tardes a trabajar
teatro y orientar la actividad física de los muchachos. En ese momento, FECODE
invitaba a los docentes a soñar con una nueva escuela e impulsaba el movimiento
pedagógico que conduciría, años después, a la Ley General de Educación de 1994.
Mis primeras experiencias como docente me
permitieron conocer la cruda realidad que viven millones de niños, niñas y
jóvenes en los barrios marginales en las grandes ciudades. Muchos de ellos eran
humillados, maltratados, golpeados y acosados en sus propios hogares. Una
tragedia humana de incalculables proporciones. Era frecuente que algunos no se
pusieran la pantaloneta al hacer ejercicio, para que no se viera el efecto de
la ira con la que sus padres los habían golpeado con el cable de la plancha o
el cinturón. Un día un niño que mantenía sus manos escondidas me confesó que no
podía escribir porque su madre le había exigido poner su mano en la bisagra de
la puerta mientras ella la cerraba para, supuestamente, enseñarle a no llegar
tarde a casa.
Para aquel entonces, las escuelas también eran
espacios bastante autoritarios en los que culturalmente estaba autorizado el
maltrato, los golpes y las humillaciones. Sin embargo, fue notable el cambio
vivido en los colegios durante las últimas décadas del siglo pasado. Se
defendieron los derechos humanos de los menores y se favoreció la participación
de la comunidad en la construcción de las escuelas, lo que a la postre condujo
a la democratización de los colegios. La Ley 115 de 1994 y la construcción de
los Proyectos Educativos Institucionales (PEI) son una buena prueba de este
notable avance. Para lograrlo, hay que reconocerlo, fueron esenciales la
promulgación de la Constitución de 1991 y un trabajo conjunto entre los
docentes y el gobierno.
No sucedió lo mismo en los hogares. Los padres
maltratadores en esa época decían lo mismo que afirman hoy: “A mí de pequeño me
dieron correa y palo y vea que no tengo ningún trauma”. La gran paradoja es que
lo dicen los padres que siguen creyendo que acosando a sus hijas y golpeando a
sus hijos forman jóvenes más berracos para enfrentar las dificultades del
mañana. A esos padres y madres los invito a leer la Carta de
Franz Kafka a su padre, muy especialmente, cuando le decía: “Después de los
golpes que me diste, me volví obediente. Eso es cierto. Pero quedé
interiormente dañado”. Kafka da en el clavo: los niños maltratados se vuelven
obedientes, pero quedan emocionalmente rotos. Su autoestima se vuelve baja,
dejan de confiar en los demás, se les dificulta establecer relaciones, y algo
que nunca debemos olvidar, es que se vuelven más tristes y amargados. La
tragedia del maltrato es la infelicidad presente y futura.
Traigo a colación el caso de la violencia que
sufren muchos niños en sus hogares en Colombia porque ese es uno de los
argumentos más importantes que sustentó el movimiento que salió en defensa de
la reapertura de los colegios. Señaló que los colegios son espacios de
protección de los menores, en tanto muchos hogares no lo son. Es muy triste
decirlo, pero es totalmente cierto. En muchos hogares las niñas están expuestas
a los abusos frecuentes de sus padrastros, cuando no a la violación de alguien
cercano al hogar. Tiene que estar muy enferma una sociedad para que, como
señala el ICBF, el 85% de las violaciones a menores se presenten en el seno de
su propio hogar. Nunca lo podremos olvidar: ¡eso todavía sucede en Colombia!
Los padres golpean a sus hijos porque la cruenta
violencia que hemos vivido los ha insensibilizado frente al maltrato y no les
ha permitido desarrollar empatía. También porque fueron formados en escuelas y
familias autoritarias y porque el Estado ha hecho muy poco para que los
derechos de los niños primen sobre todos los demás. Será un proceso muy lento
superar esta tragedia, porque se requiere, en sentido estricto, un cambio
cultural.
En el nuevo contexto de la pandemia, la violencia
intrafamiliar se alimenta del estrés de los padres, la caída en los ingresos
familiares y la incertidumbre. De esta manera, se eleva el riesgo de maltrato
en el hogar. Esto puede ser verificado estadísticamente. Según los datos de
Medicina Legal, hasta noviembre de 2020 se presentaron 19.913 reportes de
violencia intrafamiliar. De ellos, 15.787 corresponden a presuntos delitos
sexuales contra menores de edad y 579 fueron asesinados. Aun así, las cifras
están claramente subvaloradas, porque la gran mayoría de los casos de acoso y
violación no son reportados: los abusadores revictimizan a sus víctimas y les
dicen que, si cuentan, “matan a la mamá y a sus hermanitos”, entre otras
artimañas de manipulación. Por eso uno de los más graves delitos es la
impunidad, superior al 90% de los casos denunciados.
Todos los días tenemos miles de vidas destrozadas
por este flagelo, pero como están cerrados los colegios, es más difícil
saberlo, porque los rectores son la principal fuente para reportarlos. Es por
eso que las cifras muestran una aparente caída en los primeros meses del
confinamiento, pero después de julio aumentan de manera considerable. Para
septiembre, en el caso de Bogotá, las denuncias que destaca la Veeduría
Distrital evidenciaban un incremento del 91 % frente a las presentadas en
abril.
Sigue muy afianzada en nuestra cultura la idea de
un supuesto nexo entre el cariño y la violencia, el cual se expresa en el
lamentable dicho: “porque te quiero te aporreo”. Nexo que solo es válido en
personas con graves dificultades para expresar amor y cariño, y sabemos que, la
mayoría de ellos, fueron violentados y abusados en la infancia, alimentando de
esa forma un eterno círculo vicioso. Así mismo, un reciente estudio de la
Universidad de La Sabana (2020) concluye que en el 49 % de los casos de
violencia intrafamiliar, los agredidos creen que “se lo buscaron”, entonces,
también ellos, en buena medida, justifican la violencia que recibieron.
Sin duda, tenemos que abrir los colegios para
proteger a los niños menores. Pero hay algunas preguntas que tenemos que
hacernos como sociedad: ¿Qué hemos hecho tan mal para que los niños, las niñas
y los jóvenes no estén seguros en sus propios hogares, donde se supone que
conviven con quienes más los aman? ¿Cuándo y cómo nos contagiamos de sed de
venganza, ira y violencia?
En la educación está la clave, pero tenemos que ser
conscientes de que educadores somos muchos. “Educan” los políticos cuando
promueven el miedo, la ira y la venganza. Así mismo, lo hacen las redes y los
medios de comunicación cuando manipulan según los intereses de quienes los
financian. De igual forma, los magistrados cuando conforman carteles de la
toga. Quizás uno de los peores ejemplos sea el de los políticos adictos al
poder. Es crucial el papel que juegan los padres en la manera como sensibilizan
a sus hijos, el ejemplo que brindan y la forma en la que dialogan con ellos.
Con tantos educadores que pueden llegar a cumplir un papel tan negativo, es
comprensible que muchos padres sigan pensando que darles fuete, palo y cable a
sus hijos será bueno para ellos a largo plazo. Una sociedad tan autoritaria e
intolerante como la que hemos construido forma padres y madres también
autoritarias.
¡Claro que tenemos que abrir los colegios para
proteger a los niños menores! Pero al mismo tiempo tenemos que atacar las
causas de la violencia familiar, porque en los colegios sus profesores
protegerán a los niños y niñas, pero, ¿quién los protegerá cuando lleguen todos
los días a sus casas?
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